..a partir de un texto que leí del libro "ÚLTIMO ROUND" de Julio Cortázar. El texto se llama "Salvador Dalí, sin valor adalid" y lo traspaso integramente al blog porque me gusto y me gustaría compartir la misma inquietud con los que lo lean.
Salvador Dalí, sin valor adalidCada uno tiene sus brújulas y sus barómetros, personalmente Dalí me ha servido siempre para adivinar el rumbo de quienes lo juzgan. Cuando quiero entender de entrada a alguien que me presentan sin mayores referencias, me las arreglo para sacar a Dalí de algún cajón del diálogo. Si me dicen (sintetizo una opinión que puede durar diez minutos): "Es un estupendo hijo de mala madre", siento que hay contacto y que todo puede andar bien. Si en cambio la respuesta se corta por el lado de: "Dejando aparte su pintura, es un ser moralmente despreciable", cierro el cajón y me despido lo antes posible porque está claro que me ha tocado aguantar a un señor
bien y pocas cosas me cuestan más que eso en la vida. Aparentemente las dos opiniones se parecen, puesto que ponen el acento (más bien el remache) en una calificación moral; pero hay que estar allí, percibir el tono y las resonancias de las dos opiniones para comprender cuánto se diferencian. Que Dalí sea un hijo de mala madre contiene un eufemismo que le cae por la cabeza (otro eufemismo) a una pobre señora catalana, cuando es él quien debería recibir el ladrillazo entre los bigotes-antenas. Nadie se ha negado menos que Salvador Dalí a recibir e incluso agradecer ese género de ladrillazos; su particular infamia es la de Aretino, la de Curzio Malaparte, la de Louis-Ferdinand Céline, la de Maurice Sachs, la de Jean Genet, la de William Burroughs. Unas líneas sobre Sachs, precisamente, pueden explicar mejor esta vista de puntos, si cabe la inversión; las escribí en 1950 y reaparecen hoy entre viejos papeles:
"N. y su mujer me hablan con horror de la innoble figura de Sachs, tal como surge de
Le Sabbath. Adelanto una tentativa, no de defensa (¿qué hay que defender ahí?) pero sí de prevensión contra ese desborde del asco tras del cual se adivinan los acomodos de las buenas conciencias. Cierto que Sachs es el perfecto
salaud, pero mis amigos no deberían olvidar que
es él quien lo admite antes que nadie. Vivimos entre vidas de mala fe, empezando por la nuestra, y pocas veces lo reconocemos como no sea en el fácil plan de: "Yo pecador, etc.", o: "Entre mis muchos defectos, etc". Sachs no cae nunca en esas perífrasis que esconden el sobreentendido de: "En fin, uno tiene sus fallas, pero en el fondo...". Honradamente sabe que no es honrado; adelantándose a una posible biografía, nos tiende su tarjeta:
Maurice Sachs, canalla. ¿Qué dice tu tarjeta, N., qué dice mi tarjeta?
"Tal vez el error de N. esté en que no distingue dos planos capitales: lo que se cuenta en
Le Sabbath y
el hecho de que se cuente. Con Céline pasó lo mismo, o con Genet. Mucho de lo que relatan es atroz, pero su autenticidad autobiográfica proyecta esa literatura a una dimensión significativa por completo diferente de la "ficcional". Si N. habla con razón del exhibicionismo moral de Sachs, nuestra frecuentación
vicaria de casos clínicos (casi siempre a través de manuales psicoanalíticos o criminológicos de divulgación, verdaderos burdeles para mirones) debería forzarnos a reconocer
sui generis de que alguien se anime a asumirlos y a narrarlos sin que nos lleguen de tercera mano, mediatizados por una cochoneta y un desciframiento de sueños y parentelas. Seamos sinceros por lo menos en esta admisión: cada libro "horrible" -
Le Sabbath, Voyage au bout de la nuit, Miracle de la rose - pone en crisis la entera literatura edificada sobre la moral judeocristiana, la desafía y le exige razones más valederas que el ajuste a valores perpetuamente en crisis. Frente a esas bruscas cloacas necesarias, imperiosas, los que siguen esperando de la literatura una manifestación estética de la interminable lucha entre Ormuz y Arimán, dando por supuesto que la batalla se libra a favor de Ormuz, se indignan ante el incomprensible fenómeno de que Arimán pueda aportar cada tanto un testimonio directo en vez de limitarse al contragolpe y a todas las gamas de lo negativo. Eso no se hace, un canalla no tiene derecho a ser un gran escritor; ya no se puede vivir en la ciudad de las letras, adónde vamos a parar".
Dalí, está demás decirlo, tiene tanto de Arimán como de Leonardo da Vinci o de cualquiera de esos artistas o pensadores que él pretende encarnar y, por supuesto, dejar a muchos cuerpos de distancia. Asimilarlo al Mal es rendirle un homenaje que nos valdría inmediatamente un telegrama entusiasta de su parte. La función histórica y social de Dalí es fundamentalmente socrática, pero como un Sócrates en negativo, despreocupado de todo
progreso en cualquier plano. Es el
mounstro, es decir esa excepción aparente que de golpe puede dejar al desnudo la mounstrosidad hasta entonces disimulada de los seres normales. Si Dalí puede ser culpado de acciones innobles (no las conozco directamente, y las que conozco de oídas no son como para escandalizarse tanto), ninguna de ellas acumula la infamia universal que deja aparentar el virtuoso coro de protestas y denuestos que siempre las acompañó. Hay contra Dalí un horror muy parecido a esa hipocresía sádica que se disfraza de horror hacia al verdugo. Dalí trepa tranquilamente la escalera, pasa la soga por el cuello de André Breton o de Pablo Picasso, y los cuelga sin el menos remordimiento. Pero entre la multitud indignada que asiste a las ejecuciones se cuentan muchos que llevan años ahorcando privadamente a Breton o a Picasso, que los han descuartizado y quemado a fuego lento en incontables mesas de café, en tertulias valencianas o parisinas o bonaerenses, pero que mandarían a guardar apenas alguien les pidiera que firmaran sus opiniones. Dalí es un nuevo Sócrates por su despiadada habilidad para poner en descubierto las falencias individuales y colectivas, y también es el Cristo por su asunsión desdeñosa de los pecados del mundo; a las imágenes positivas del sofista y del mesías, contrapone una mera preocupación mayéutica; una vez que la estupidez, la vanidad, las ideas recibidas, la tradición artística, el progreso espiritual entendido como lo entienden los burgueses, han quedado en cueros y suficientemente ridiculizados por su propia acción y sobre todo por las reacciones que esa acción suscita y favorece, él pierde todo interés en el asunto. Poco le importa lo bello, lo bueno y lo verdadero, y mucho menos lavar los pecados del mundo. No es el amigo de Alcibíades ni el cordero de Dios; es un catalán compadrito con más mañas que un caballo de circo, es un testigo del siglo, un estupendo hijo de mala madre. Cuando Federico lo elogió por poner banderines de avisos, no se equivocaba. Sus tijeras han tusado a un montón de Sansones demasiado seguros de su fuerza moral. Alguna vez, quizá, la humanidad pueda hacer su historia sin gente como Dalí; por el momento se limita a negarlo con el triste sistema del leproso que cubre los espejos de la casa. Al anagrama famoso y justo y latino,
Avida dollars, yo contrapongo este otro más amable y simbólico y francés con el que me despido:
Dors, Dalila, va.